miércoles, 5 de diciembre de 2012

El mundo subterráneo del Tártaro


El Tártaro, dominio del rey Hades y de la reina Perséfone, estaba en las profundidades de la Tierra. Cuando los mortales morían, Hermes ordenaba las almas de éstos que fueran por el aire hasta la entrada principal y que bajaran por un oscuro túnel hasta el inframundo. Hades, por otra parte tenía un enorme perro de tres cabezas, llamado Cerbero, que impedía que ningún espíritu escapase y evitaba que los mortales vivos visitasen el mundo subterráneo.
La región más cercana al Tártaro eran los pedregosos campos gamonales, por los que vagaban eternamente las almas errantes, sin otra cosa que hacer que cazar espíritus de ciervos.
Mas allá de los campos gamonales, se alcazaba el imponente y frío palacio de Hades.
A su llegada al Tártaro, los espíritus eran conducidos ante los tres jueces de los muertos. Quiénes habían llevado una vida ni muy buena ni muy mala eran enviados a los campos gamonales. Los muy malos iban al patio de castigo detrás del palacio de Hades, los muy buenos, a una puerta, cerca de la fuente de la memoria, que daba acceso a un huerto, el Elíseo. El Elíseo estaba siempre bajo la luz del sol. Allí se jugaba, se escuchaba música y la diversión estaba siempre presente. Los afortunados espíritus del Elíseo podían visitar la tierra libremente durante la noche de todos los santos. Hades se hizo inmensamente rico gracias al oro, la plata y las joyas que había en el mundo subterráneo, pero todos lo odiaban, incluso Perséfone, que se compadecía de los pobres espíritus que estaban a su cargo y que no tenía hijos que la consolaran. Las tres furias estaban a cargo del patio del castigo. Eran unas mujeres negras, horribles, arrugadas y salvajes con serpientes en lugar de cabellos, caras caninas, alas de murciélago y ojos ardientes. A menudo, la furias visitaban las Tierra para castigar también a los mortales vivos que trataban a los niños con crueldad, que no tenían consideración con la gente mayor y los invitados, o quienes no eran amables con los mendigos. También acosaban hasta la muerte a aquellos que maltrataban a sus madres, por muy crueles que éstas fueran. 
 

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